martes, 22 de noviembre de 2011

LEYENDAS GUARANIÉS

EL origen del Pilcomayo y el Bermejo
Cuenta la leyenda que cuando terminó la creación, Tupá, Dios de los guaraníes, confió a Guarán la administración del Gran Cha­co, que se extendía más allá de la selva. Y Guarán comenzó la gran tarea: cuidó de la fauna y de la flora, de la tierra, de los ríos y de los montes, y también gobernó sabiamente a su pueblo. Logró, de esta manera, una verdadera civilización.
Guarán rovo dos hijos: Tuvichavé, el mayor (imperooso, nervioso y decidido), y Michiveva, el menor (más reposado, tranquilo y pacífico).
Antes de morir, Guarán les entregó a ellos el manejo de los asun­tos del Gran Chaco. Fue entonces cuando comenzaron las peleas entre los dos hermanos: ambos tenían opiniones diferentes sobre cómo administrar las diversas necesidades de la región.
Aprovechando la opormnidad, un día se les apareció el genio del mal, Añá, que les aconsejó que compitieran entre sí con destreza para resolver las cuestiones que los enfrentaban. Tuvichavé y Michiveva, cegados por sus diferencias, decidieron hacerle caso. Subieron 11 1011
cerros que bordeaban el Gran Chaco y para disputar su hegemonía sobre la región acordaron realizar diversas pruebas de destreza, de resistencia y habilidad, especialmente en el manejo de las flechas.
En una de esas pruebas, Michiveva lanzó una flecha contra el árbol que servía de blanco; Añá hizo de las suyas: la desvió y logró que penetrara exactamente en el corazón de Tuvichavé.
La sangre brotó a borbotones, con fuerza. Comenzó a bajar por los cerros, llegó hasta el Chaco, se internó en su territorio y formó un río de color rojo: el I-phytá (Bermejo).
Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, de las consecuencias de ese inútil enfrentamiento, Michiveva estalló en llanto. Y lloró tanto que sus lágrimas corrieron tras el río de sangre de su hermano: así se formó el Pilcomayo, siempre a la par del Bermejo.
El Gran Chaco quedó sin jefe, pero siguió prosperando bajo el cuidado de la naturaleza, enmarañado, impenetrable, surcado por el río de aguas rojas, nacido de la sangre del corazón de Tuvichavé.





LA MANDIOCA: UN REGALO DE TUPÁ

Esbelta, graciosa y muy bonita, Ñasaindí debía tener unos quin­ce años. Pese a su belleza, sus ojos negros y grandes miraban con temor. Su cabello era largo y lacio, siempre lo adornaba con flores de piquillín. Cubría su cuerpo con un tipoy tejido con fibras de caraguatá, ajustado en la cintura con una chumbé de algodón de vistosos colores.

Sus pies descalzos parecían no tocar la tierra al caminar: así era, suave y liviana.

Con el propósito de recoger tiernos frutos de palmera (cogollos), venía desde muy lejos trayendo una cesta fabricada con tacuarembó. Dispuesta, llegó a la zona más poblada de palmeras confiada en que podría alcanzar los ansiados frutos, pero, al verlos tan altos comprendió que le iba a ser imposible. Trató entonces de llegar, subió por el tallo, pero se vio obligada a desistir.

Desilusionada, miró desde abajo el penacho verde de las palme­ras trataba de hallar un medio que le permitiera conseguir los co­gollos buscados. A punto de desistir de su intento; comprobó que algo se movía entre una cascada de helechos. Se acercó un poco más y notó que se trataba de un muchacho. Sus manos recias em­puñaban el arco y la flecha, sus ojos miraban con atención hacia un lugar cercano.

Ñasaindí dirigió su vista hacia el mismo sitio y pudo divisar a la víctima a la que estaba destinada la flecha del desconocido: se trataba de un hermoso maracaná que, tranquilamente posado en la rama de un ñandubay ignoraba completamente su próxi­mo final.

La joven sintió tanta pena por el espléndido animal, cuyo inten­so y brillante colorido era una nota de alegría y de luz entre los verdes del bosque, que sin pensarlo pegó un grito y desvió la aten­ción del cazador. El maracaná, puesto sobre aviso, con vuelo un tanto pesado, se internó en la espesura.

El cazador salió de su escondite y, ante la presencia inesperada de la niña, quedó atónito, mirándola. Su belleza y su expresión lo hechizaron, al instante había olvidado la pieza de caza. La mucha­cha bajó la vista, temerosa, pero escuchó que el joven le hablaba con voz suave:

-(Quién eres? ¿Qué haces aquí?
-Soy Ñasaindí y pertenezco a la tribu del ruvichá Sagua-á...-respondió casi de modo inaudible.
  -(Ya qué has venido a los dominios de mi padre, Ñasaindí?
  La niña miró los penachos de las palmeras que la brisa convenía en grandes abanicos y el muchacho adivinó su intención:

  -Querías alcanzar cogollos de palmera, ¿no es cieno? -dijo, y depositó el arco en el suelo y la flecha que aún conservaba en la mano, trepó al tallo de una de las palmeras y con movimientos rápidos de sus piernas, acostumbradas a esos ejercicios, llegó donde los cogollos tiernos se ofrecían generosos y frescos.

Se los arrojó a Ñasaindí desde arriba, ella sonreía. En pocos minutos la cesta estuvo llena: el rostro de la joven reflejaba un gran placer. Gracias al servicial desconocido, su viaje no había sido infructuoso.

Cuando el muchacho bajó de la palmera, los ojos de Ñasaindí brillaban: tal vez de alegría y de agradecimiento. Él seguía embo­hndo, pero la quiso retener. La joven debía cruzar el río para regresar con los suyos... Entonces, ante la insistencia del muchacho de pasar más tiempo con ella, no tuvo más remedio que contarle su historia:

Hace tiempo que los hijos de la mujer que me crió partieron hacia el norte con otros y tardan en volver. Los alimentos comienzan a escasear, y la señora me envió a buscar frutos... Yo no tengo padres... Murieron hace muchos años, cuando yo era pequeña.

El  muchacho se entristeció mucho ante semejante historia, no podia creer que quien había criado a la niña la mandara a un lugar tan lejano que para llegar había que cruzar un río peligroso. Al mirar detenidamente su rostro imaginó que ella no era feliz, y desde el fondo de su corazón le prometió cuidado y cariño.

     La alegría que le causó a Ñasaindí aquel ofrecimiento se transpa­rentó en su dulce mirada y en su sonrisa agradecida, y no dudó en aceptar.
Catupiri, así se llamaba el joven, resultaba ser el menor de los hijos del cacique Marangatú, poderoso y respetado, incluso fuera de sus tierras. Desde pequeño había sido preparado en las artes de
La guerra por un diestro guerrero de la tribu, pero su madre, que no lo descuidaba jamás, conservó su corazón tierno y su alma pura como cuando era pequeño. Su bondad reflejaba tal cual el tierno corazón de ella.

Y justo en ese momento, Catupirí evocó a su madre: recordó su gran bondad y el cariño que por él sentía. Pensó en llevarse a Ñasaindi consigo: deseaba hacerla su esposa.

Tambien pensaba en el cacique: él no vería con buenos ojos que su hijo  llevara a la tribu a una extranjera, a una desconocida, y menos aún con la intención de casarse con ella. De igual manera, decidió que la presentaría, aunque, al principio por lo menos, la ocultaría de los ojos de su padre, solo se la confiaría a su madre. Estaba seguro de que ella sabría comprender y sin duda llegaría a sentir gran cariño por aquella joven desamparada, al verla tan buena, tan inocente y tan hermosa...

- Quieres venir a nuestra tribu, Ñasaindí? Mi madre te recibirá como a una hija y te brindará el cariño que hasta ahora te ha faltado.
Ñasaindí sintió miedo, pero nada podía ser más duro que la vida que llevaba. Volvió a mirar el tierno rostro de Carupirí y sonroján­dose, vociferó:

    -Acepto!
Los dos jóvenes tomaron el camino que conducía a la toldería: conversaban y reían, y así llegaron donde se levantaban los toldos de los súbditos del gran Marangatú.

Atardecía. El cielo, con los más bellos rojos y dorados, parecía su­mergirse en las tranquilas aguas del río. Los pájaros retornaban a sus nidos y la flor del irupé cerró sus pétalos ocultando sus galas. Al día siguiente, el sol, al alcanzarla con uno de sus rayos, la volvió a desper­tar: paz y tranquilidad reinaban sobre la tierra.

Carupirí, que ocultaba a su compañera, fue hasta su toldo, la dejó y le fue a dar la noticia a su madre. Nadie los había visto llegar, de modo que le sería muy fácil ocultarla hasta que pudiera convencer a su padre.
Pero Carupirí se equivocaba. Unos ojos que brillaban con mal­dad lo observaban desde muy cerca: era Cava-Pitá, la hechicera, que escondida detrás de un corpulento zuiñandí no había perdido detalle de la llegada de los jóvenes.

La mujer sonrió y, guiada por su espíritu mezquino, se propuso poner al tanto de lo ocurrido al señor cacique, que había salido con sus guerreros y no volvería hasta el día siguiente: Ya vería la ex­tranjera que su vocecita dulce y sus expresiones inocentes no se­rían suficientes para engañar al cacique tal como lo había hecho con el hijo!

Por la mañana temprano llegaron Marangatú, el cacique, y sus acompañantes, toda la tribu los recibió con júbilo: habían logrado importantes piezas de caza y traían también un hermoso guasú vivo.

Con paciencia, Cava-Pitá esperó que el cacique quedara solo, y en el  momento oportuno se acercó a él para referirle, a su manera la llegada de Ñasaindí a la tribu. No conforme con esto, y gracias a la confianza que en ella tenía Marangatú, le fue, muy fácil convencerlo de que la extranjera era una enviada de. Añá, que se valía del joven para provocar la desgracia de la tribu.

La sorpresa del cacique pronto se transformó en profunda indignación: él no podía tolerar la intromisión de una desconocida en sus dominios y mucho menos sabiendo, gracias a los buenos oficios de la hechicera, que se trataba de una enviada del diablo.

Poseido por una intensa cólera, Marangatú hizo llamar a su hijo para recriminarle su indigno proceder y su desobediencia: lo increpo duramente acusándole de su falta de respeto y, a los gritos, lo conminó para que trajera a la enviada del mal.

Catupiri quedó confundido. Su padre creía que, valiéndose de quien sabe qué poderes maléficos, Ñasaindí lo había obligado a traerla consigo; pero él sabía que no era así. El cacique, al verla, se I convencieria de que estaba equivocado.

Corrio en busca de la hermosa doncella y la llevó junto al temible Marangatú, que ante su presencia quedó maravillado: su hermoso rostro y la dulzura de su mirada lo conquistaron de inmediato. Debia haber  una equivocación. Era imposible que una niña tan inocente, tan dulce y tan tímida, tuviera las malvadas intenciones que le  atribuía Cava-Pitá.

El ruvichá conversó con Ñasaindí. Ella le contó de su .niñez triste y sin afectos, y de su alegría al encontrar al buen Carupirí, que deseaba hacerla su esposa. Entonces, el gran Marangatú comprendió el  noble amor que acercaba a los jóvenes y dio su consentimiento para que unieran sus destinos como era el deseo y la voluntad de ambos.

      Tiempo después, Ñasaindí se convirtió en la esposa de Carupirí, aquel muchacho de corazón generoso y noble que la había encontrado día en el bosque...

Por supuesto, al no lograr su cometido, la maldad y la envidia de Cava-Pita se acrecentaron y, llena de nuevos bríos, comenzó a idear un plan ¡Ya  llegaría el momento en que se cumpliera su venganza!

La felicidad de Ñasaindí y de Catupirí era cada día mayor. Ningún mal había alcanzado a la tribu y todos olvidaron por completo los vaticinios de la malvada Cava-Pitá.

Cuando tuvieron un hijo se hizo más grande y efectiva la dicha de la que gozaban. El pequeño Chirirí era dulce y bueno, como su madre, y tenaz como su padre. Mientras crecía, todos los niños de la tribu se iban haciendo sus amigos. Diariamente se los veía jugando en el bosque o en la costa del río, donde sentían gran placer.

El cacique, orgulloso de su nieto, le había regalado un arco y una flecha hechos expresamente para él, y entre los momentos más felices de su vida se contaban aquellos en que salía con el niño a enseñarle el manejo de estas armas.

Todos vivían contentos en la tribu, ya nadie consideraba a Ñasaindí como una extranjera a la que se debía despreciar, sino que, por el contrario, gracias a su bondad, se había ganado la simpatía y el afecto de la gente.

La única que conservaba su odio era Cava-Pitá, para quien la idea de venganza se afianzaba a medida que pasaba el tiempo. Estaba segura de que este sentimiento no la abandonaría hasta ver a Ñasaindí arrojada de la aldea, como había propuesto desde un principio.

Tenía que convencer a la tribu de que la esposa de Catupirí, bajo ese aspecto dulce y tierno, encubría a una enviada de Añá para hacer el mal y que solo esperaba el momento oportuno para cum­plir los mandatos del demonio.

A fin de convencerlos, decidió ensayar una nueva acusación. Haciendo uso de sus sentimientos mezquinos y perversos divulgó la noticia de que el pequeño Chirirí se hallaba poseído por un mal espíritu, que condenaría a muerte infaliblemente, después de un corto tiempo, a los niños que lo acompañaban en sus juegos.

La noticia corrió por la tribu con la velocidad del rayo y todas las madres, temerosas del trágico final que podrían tener sus hijos, los retuvieron con ellas para que no se acercaran al pequeño Chirirí.
Sin embargo, esto no fue suficiente para la hechicera, porque ella quería levantar a toda la tribu contra la inocente Ñasaindí.

 
En esa forma, considerándola culpable, la hubieran expulsado de la aldea indígena por temor al maleficio que la poseía. Como no consiguió su propósito, optó por poner en práctica un plan diabolico con el que, estaba segura, se cumpliría con creces su venganza.

Preparó un brebaje dulce, exquisito, al que agregó una pequeña pocion de activísimo veneno.
Con zalamerías llamaba a los pequeños amigos de Chirirí y les daba a tomar el jarabe mortífero que ellos bebían golosos. Poco les duraba el placer, ya que luego morían entre las más espantosas contorsiones, envenenados por la infame hechicera.

Al ignorar las madres la existencia del famoso jarabe, aceptaron como explicación de la muerte de sus hijos el maleficio del que suponian estaban poseídos el pequeño Chirirí y su madre, tal como lo predijera en tantas oportunidades la famosa Cava-Pitá.

 Ya  no les quedó la menor duda: la extranjera era una enviada de Aña, llegada a la comarca para causar la desgracia de la tribu de Marangatú Todos estuvieron en contra de Ñasaindí y de Ñasaindí y de Catapirí de quienes decidieron vengarse matando a su hijito.

La hechicera gozaba su victoria: había pasado un tiempo muy largo antes de lograr su propósito, pero por fin consiguió que la tribu entera odiara a la intrusa. Entonces, alentada por el triunfo fue levantando los ánimos de toldo en toldo. Incitaba a unos ya a dar muerte al pequeño Chirirí, único medio para librarse de los designios de Añá

En un grupo encabezado por la perversa Cava-Pitá, con palos y lanzas, hombres y mujeres se dirigieron al toldo de Catupirí: tomaron por la fuerza a los padres de la criatura, los llevaron a los bosques y los amarraron con fibras de caraguatá al tronco de un ñandubay para que fueran testigos impotentes de la muerte de su hijo.

La dulce Ñasaindí dejaba oír desgarradores sollozos, gritaba por por su inocencia  y pedía piedad para su pequeño Chirirí, mientras el valiente Catupirí realizaba desesperados esfuerzos por librarse de las ligaduras.
 Todo en  vano. Buen cuidado habían tenido sus verdugos.

Cava-Pita saboreaba el triunfo, decidió ser ella misma quien matara al  pequeño, que atado de pies y manos, permanecía en el suelo y se esforzaba por dejar sus manitos libres.
 


Preparó el arco y la flecha envenenada, y cuando se dispuso a arrojarsela al niño, que lloraba ante sus padres desesperados, un ruido espantoso atronó el bosque y una lengua de fuego bajó desde el cielo repentinamente oscurecido y dejó fulminada a la perversa hechicera, que rodó por el suelo.
Los que presenciaban la escena vieron en esto un castigo de sus dioses justicieros a la maldad y a la envidia y, convencidos de su error, desataron a los padres de la criatura que aún se hallaba en el suelo, a poca distancia de ellos.

Ñasaindí corrió a levantar a su hijito, que medio desvanecido por el terror casi no podía moverse. Lo desató y lo abrazó estrechándolo contra su corazón, mientras las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas.

Con las cabezas gachas, avergonzados, con el paso vacilante, los que creyeron las calumnias de la perversa hechicera deci­dieron retomar a sus toldos, no sin antes dirigir una mirada triste al sitio donde el pequeño Chirirí estuviera algunos minutos, echadito en el suelo, esperando la muerte en manos de la falsa Cava-Pitá.

La sorpresa de todos fue muy grande cuando observaron que justo en ese mismo lugar crecía una planta nueva, desconocida hasta entonces. La llamaron mandioca y en ella vieron la justicia de sus dioses buenos, que sabían recompensar el bien y castigaban hasta con la muerte a los que procedían mal.

La mandioca es el regalo de Tupá a los hombres para que les sirva de alimento: posee el dulce corazón de Ñasaindí y de Chirirí, y otorga, al que la come, fortaleza y energía, como la que siempre tuvo Catupirí.






 LEYENDA DEL CEIBO
El ceibo -también denominado seibo, seíbo, o bucare- es la flor nacional de la República Argentina. Resulta normal ver sus flores rojas en muchas de las zonas ribereñas de los ríos que for­man la cuenca del Plata, y es una de las bellezas de la flora paragua­ya. Su madera es muy liviana y porosa, y se utiliza para la construcción de balsas, colmenas y juguetes de aeromodelismo. Su presencia en parques y jardines argentinos pone una nota de per­fume y color. Y el admirador evita arrancar sus flores, debido a que sus ramas poseen una especie de aguijones, tal vez única señal del dolor sufrido por...
Cuenta la leyenda que en las riberas del Paraná vivía Anahí, una indiecita de rasgos toscos. A pesar de que físicamente no era atrac­tiva, su voz cautivaba en las tardecitas veraniegas a toda la gente de su tribu guaraní: entonaba canciones inspiradas en sus dioses yal amor a la tierra de la que eran dueños...
Un día nefasto llegaron los invasores, esos valientes, atrevidos y aguerridos seres de piel blanca que arrasaron las tribus y les
 
arrebataron las tierras, los ídolos, y su libertad. La mayoría de los muchachos y muchachas de la tribu fueron puestos en cauti­verio y forzados a trabajar, y Anahí no fue una excepción. Como no lograba concebir esa situación continuó llorando durante varios días.
Cierto día, su centinela se había quedado profundamente dormi­do. Anahí entendió que se trataba de la gran oportunidad para esca­parse. Sin embargo, mientras huía en silencio, él despertó. Enceguecida por lograr su objetivo, le hundió un puñal en su pecho y corrió para buscar protección en la selva.
El grito del moribundo despertó a los otros españoles, enton­ces la persecución se convirtió en la gran cacería de la pobre Anahí. Pese a los esfuerzos de la joven por esconderse, fue alcan­zada por los conquistadores, que, en venganza por el asesinato del guardián, la castigaron con la muerte en la hoguera: la ataron a un árbol y prendieron el fuego.
Algo raro sucedió: las llamas parecían no querer tocar a la don­cella indígena, que sufría sin murmurar palabra.
Cuando el fuego comenzó a subir, Anahí se convertíó en un árbol. Intentando convencerse los unos a los otros de que esta visión era efecto del cansancio, los conquistadores juntaron más leños para avivar la hoguera y se fueron a dormir.
Al día siguiente, los soldados encontraron en lugar de las ce­nizas un hermoso árbol, de verdes hojas relucientes y flores rojas aterciopeladas, que se mostraba en todo su esplendor, como el símbolo de la valentía y la fortaleza ante el sufrimiento: el ceibo.




 HISTORIA DEL AGUAPÉ
Ivopé -hijo del cacique Curivai- y Atí se amaban, querían casarse. El pretendiente contaba ya con el consentimiento de su suegro y debía cumplir, antes de realizar su propósito, la condición exigida por el cacique: siguiendo con una costumbre de la raza, debía levantar su cabaña y tener su parcela de tierra para cultivar, con el fin de poder ayudar a la que sería su nueva familia.
    Por eso, Ivopé trabajaba desde muy temprano, hasta que el sol se ocultaba en el horizonte.
Esa tarea le llevaría más de una luna, pero la realizaba con gran placer, pues ese sería su hogar cuando se casara: el suyo, el de su mujer y el de sus hijos.
La casa fue construida, Ivopé y Atí se casaron, y al tiempo tuvie­ron un hermoso hijo. El niño se llamaba Chululú y gozaba de la predilección del cacique, su abuelo. A medida que crecía él le enseñaba a nadar, a manejar el arco, a dirigir una canoa, y era muy común verlos juntos en la costa, pescando con anzuelos de madera o con flechas.
Un día que la tribu se dedicaba a sus tareas cotidianas de la­brar la tierra, recoger manduví, miel silvestre o porotos, de hilar algodón o de tejer mantas en telares rudimentarios, fue sorprendida por la llegada de Ñ aró, que venía jadeante, en busca del cacique.
Se lo notaba muy exaltado, pero el hábito de hablar con voz suave -rasgo preponderante de toda la raza y en general de los aborígenes- no le permitía gritar. Ya al Iado del jefe indígena, le informó que se acercaban tres embarcaciones de hombres blancos...
    -<Cómo sabes que son embarcaciones de hombres blancos, si
jamás han llegado hasta aquí? -preguntó dudoso el cacique.
-Yo las conozco -respondió Ñaró como si tal cosa- Yo estuve con los charrúas... Vi a los blancos apoderarse de la tierra de los chaITÚas...
Rápidamente se reunieron los principales jefes de familia y deci­dieron prepararse para atacar y sojuzgar a los extranjeros que llega­ban, como lo habían hecho con otras tribus.
El cacique ejecutó las órdenes. Los hombres dejaron sus útiles de labranza y corrieron en busca de las armas; las mujeres y los niños se dirigieron al bosque, donde estarían más seguros.
En pocos instantes todo vestigio de movimiento desapareció del lugar. Se hubiera dicho que era una aldea abandonada. Cerca de la costa, detrás de los árboles y de los macizos de plantas que crecían exuberantes en esa zona tropical, se ocultaban los guaraníes, que estaban bien armados. El oído alerta y la vista aguda en dirección hacia donde el vigía daría el aviso del desem­barco de los invasores.
El sol del mediodía calentaba los cuerpos en guardia de los guerreros cuando anclaron las naves españolas. Un rato después, los indígenas miraban azorados los extraños vestidos y el aspecto de los extranjeros, que caminaban con cautela por la orilla del Paraná.
Cuando el asombro dio lugar a la acción, una flecha silbó en sus oídos. El ataque comenzaba. Sin embargo, no duró mucho, los aborígenes, aterrados ante las explosiones de las armas espa­ñolas que vomitaban fuego y proyectiles, abandonaron la lucha. Trataron de huir, convencidos de que únicamente enviados de Añá podían lanzar fuego en la forma que lo hacían los invasores.
Al asalto se habían agregado los cañones de las embarcaciones, cuyo estampido logró aterrar a los guerreros y cuyas balas, al matar a varios de ellos, fueron razón más que suficiente para convencer­los de la superioridad extranjera, a la que no tenían más remedio que someterse.
El Capitán don Álvaro García de Zúñiga quedó al mando del poblado y como pensaba quedarse por mucho tiempo, había traído consigo a su única hija, María del Pilar.
La niña, que había perdido a su madre desde muy pequeña, tenía quince años de edad y acompañaba a su padre en las expediciones. Rubia, de grandes ojos azules y de piel blanca, contrastaba con las jóvenes indias de piel cobriza, rasgados ojos negros y cabello lacio y renegrido.
Alegre, dulce y sencilla, María del Pilar se hizo querer rápidamente por todos los niños. Ellos disfrutaban de sus cuentos fantásticos, mitad en español, mitad en guaraní. A veces paseaban juntos por la playa. Uno de los mayores placeres para los pequeños guaraníes era recorrer largas distancias a nado, y María del Pilar siempre los acompañaba.
Durante más de un año los españoles se establecieron en la aldea.
El verano era sofocante. Los días hermosos, bajo un sol de fuego, especiales para estar en el agua, y los niños no desperdiciaban esta oportunidad. Entonces, la playa se poblaba de gritos. María del Pilar festejaba las travesuras de sus amiguitos y unía su alegría a la de ellos.
Ese día, un sol abrasador calcinaba la tierra. Las aguas del río, transparentes y calmas, reflejaban el celeste maravilloso del cielo y la exuberante vegetación de las orillas, como un gran espejo pues­to por la naturaleza para reproducir tanta belleza.
Al provenir de una raza de excelentes nadadores, los pequeños se movían en el agua como los mismos peces: se zambullían, chapoteaban, hacían mil piruetas que provocaban la risa de la bella española, siempre dispuesta a festejar las ocurrencias de sus amiguitos.
Chululú, de siete años, nieto del cacique Curivai, resultaba uno de los más audaces. A pesar de su corta edad, ya había dado pruebas de ser un buen nadador, por eso era él quien se alejaba más de la costa y el que mejor conocía los secretos del río.
Como siempre, con brazadas seguras y movimientos precisos de su cuerpo ágil, Chululú se separó de sus compañeros nadando ha­cia el centro del río. La calma era total. El Paraná, tranquilo, se dejaba invadir por el grupo de niños. Hasta que, de pronto, el aire trajo un pedido angustioso:
-iSocorro! iMeahogo...! ¡Socorro...!
¡No podía ser! Se trataba de Chululú, que se debatía en las aguas,
al tiempo que repetía sin cesar su grito de auxilio.
Los niños, paralizados por el miedo, gritaron también. María del Pilar los oyó. Nadie más que ella se encontraba por los alrededores. Nadie más que ella podía salvar al pequeño Chululú. Sin pensarlo un segundo se quitó la amplia falda y los botines y se lanzó al agua, tratando de alcanzar cuanto antes al pequeño nadador.
Ella también sabía nadar muy bien, por eso no le fue complicado llegar: pronto estuvo junto al niño.
Era una zona profunda, de' corrientes muy fuertes. Trató de to­marlo por los hombros, tal como su padre le había enseñado, pero no le fue posible. Chululú perdía fuerzas y ya le resultaba casi im­posible mantenerse a flote. Un remolino se lo llevaba.
Desesperada, María del Pilar volvió a intentar acercarse al niño, pero nuevamente comprendió que sus esfuerzos resultaban inútiles. Los otros niños, mientras tanto, habían salido del agua y corrierón hasta la aldea para avisar lo que ocurría.                                .
El cacique, enterado del peligro que corrían la valiente jovencita española y su nieto, acudió rápidamente a la costa y se arrojó al
agua para salvar a los chicos. Al ser buen nadador, no le sería dificil llegar, aunque ya se encontraban aún más lejos, la corriente los arrastraba hacia el centro del río.
María del Pilar y Chululú aparecían y desaparecían. Cuando la valiente española vio que el cacique, con brazadas seguras, se acer­caba, tomó confianza e hizo terribles esfuerzos por mantenerse a flote. Pero las aguas traicioneras, con movimiento envolvente, la atrajeron a su seno y la niña no volvió a aparecer.
Cuando el cacique por fin llegó donde su nieto se debatía deses­perado, la niña había desaparecido por completo. Otros nadado­res que se arrojaron al agua buscaron afanosos a María del Pilar, pero todo fue inútil. El río guardaba celoso la presa lograda des­pués de una lucha tan tenaz.
La última visión que tuvieron de ella fueron sus grandes ojos.
azules buscando desesperados el socorro que no terminaba de lle­gar. El cacique, que había conseguido rescatar a su nieto de las aguas traicioneras, lo tendió en la playa para que se recuperara. El pobre niño, con voz casi moribunda, balbuceaba: ¡María del Pi­lar...! ¡María del Pilar...!
Pero su amiga, la amiga de todos los niños de la tribu, había desaparecido para siempre.
Una pena muy grande envolvió a todos y puso en sus semblantes una expresión de infinita tristeza por la pérdida de la bondadosa y dulce María del Pilar. Tanto lamentaron los aborígenes su desapa­rición, tan intenso fue su dolor que, sin duda, algún genio bonda­doso se compadeció de ellos. Deseosos de eternizar la presencia de la extranjera, que desde su llegada solo había sembrado cariño y bondad, transformó su cuerpo muerto en una planta acuática, que desde entonces se desliza por la superficie bruñida de las aguas del Paraná.
    Volvió a nacer, allí donde había perdido su vida humana, repartiéndose luego por los ríos y arroyos de nuestro país.
    A esa planta que nosotros llamamos camalote, los guaraníes pusieron de nombre aguapé.
Su mayor belleza reside en sus flores, que surgen de entre el tupido follaje como racimos de estrellas celestes aliladas, como celestes eran los hermosos ojos de María del Pilar.



 EL CHAJÁ: VIGÍA DE LOS GUARANÍES
 
El anciano Aguará era el cacique de una de las tribus guaraníes. En su juventud, el valor y la fortaleza lo distinguieron entre todos, pero ahora, débil y enfermo, buscaba el consejo y el apo­yo de su única hija, Taca, que con decisión lo acompañaba en sus tareas de jefe.
 
La muchacha manejaba el arco con toda maestría, y en las partidas de caza, a ella correspondían las mejores piezas. Todos la admiraban por su destreza y la querían por su bondad. Muchas veces habia salvado a la tribu en momentos de peligro, reemplazando al padre que, por la edad y por la salud resentida, estaba incapacitado para hacerlo.
 
Además de todas estas condiciones, Taca era muy bella: de ojos negros  y expresivos, en su boca de gesto decidido y enérgico siempre habia una sonrisa. Dos largas trenzas negras le caían a los lados del rostro; un tipoy cubría su cuerpo hasta los tobillos y lo ceñía a la cintura con una hermosa chumbé.
 
Las madres de la tribu recurrían a ella como la protectora dispuesta siempre a sacrificarse en beneficio de los otros, seguras de encontrar el remedio salvador cuando sus hijos se hallaban en peligro.
 
Los jovenes la admiraban por su bondad y por su belleza, y la mayoría la había enamorado secretamente; muchos, incluso solicitaron al cacique el honor de casarse con tan hermosa doncella. Pero Taca los rechazaba: su corazón ya tenía un dueño.
 
Ará-Ñaró, un valiente guerrero que por aquella época andaba cazando en las selvas del norte, era su novio. Con él pensaba casarse cuando regresara. Entonces, el viejo cacique encontraría en su nuevo hijo quien lo reemplazase en las tareas de jefe.
 
La vida de la tribu transcurría tranquila, hasta que Carumbé y Pindó, que habían salido con Petig en busca de miel de lechiguana, volvieron azorados trayendo una horrible noticia. Al llegar al bosque en busca de panales, cada uno de ellos tomó una dirección distinta. Mientras cumplían su faena, oyeron unos gritos aterradores. Se trataba de Petig, que, sin tiempo ni armas para defenderse, había sido atacado por un jaguar cebado carne humana y nada pudieron hacer sus compañeros para salvarlo. El animal mató al indio, lo destrozó con sus garras. Casi ni rastros quedaron de él...
 
Carumbé y Pindó no tuvieron más remedio que huir y ponerse a salvo Llegaron jadeantes y sudorosos y contaron lo sucedido.
La noticia causó consternación y miedo en la tribu, porque hasta entonces ningún animal salvaje se había acercado al bosque donde ellos iban a buscar frutos de banano, de algarrobo y de burucuyá, que les servían de alimento.
 
Desde ese día todos perdieron la serenidad: por eso guardaron precauciones, aunque resultaba imposible impedir que el jaguar merodeara continuamente. Muchas fueron las víctimas del sanguinario animal.
 
El Consejo de Ancianos se reunió para tomar una determinación que pusiera fin a semejante amenaza. Decidieron que sería necesario asesinar a quien tantas muertes producía. Para conseguirlo, un grupo de valientes debía buscar y hacer frente a la terrible fiera, hasta terminar con ella.
 
El cacique aprobó la determinación de los Ancianos. Pidió que se presentaran ante él los jóvenes de la tribu listos para llevar a cabo esta empresa.
 
    Grande fue la sorpresa del jefe cuando comprobó que solo se acercó un solo muchacho: Pirá-U.
 
    De los demás, ninguno quiso exponer su vida.
Pirá-U sentía gran admiración por el viejo cacique. En cierta ocasión, hacía muchos años, Aguará había salvado la vida de su padre, de quien era gran amigo. Fue un verdadero acto de heroís­mo, el cacique había puesto en peligro su propia vida. Él, en ese entonces un niño, quedó agradecido para siempre y esta resultaba la única oportunidad para demostrarlo. Sería el encargado de librar a la tribu de tan terrible amenaza.
 
Sin ayuda de nadie, confiando en su valor y en la fuerza que le prestaba la gratitud, partió a cumplir tan temeraria empresa. Gran ansiedad reinó en la tribu al siguiente día. Todos esperaron al valiente muchacho, deseosos de verlo llegar con la piel del feroz enemigo.
 
Las esperanzas se desvanecian. Pirí-U no regresaba y hubo una nueva victima del jaguar.
    Se reunió el Consejo y se pidió la ayuda de los jóvenes guerreros. Pero esta vez nadie respondió... el miedo resultaba demasiado poderoso. Era increíble que justo ellos, que habían dado tantas veces pruebas de valor y de audacia, se mostraran tan cobardes.
 
Taca, furiosa, reunió al pueblo y gritó:
 
-Me avergüenzo de pertenecer a esta tribu de cobardes. Estoy segura de que si Ará- Ñaró estuviera entre nosotros, se encargaría de matar al sanguinario animal. Pero en vista de que ninguno de ustedes es capaz de hacerlo, yo iré al bosque y volveré con su piel. Deshonor les traerá reconocer que una mujer tuvo más osadía: ¡Cobardes!
 
El padre se opuso a que Taca llevara a cabo una empresa tan peligrosa. ¿Qué haría el pueblo sin ella? ¿Qué sería de él si a ella le pasaba algo?
 
. -Hija mía -le dijo- tu decisión me honra y me demuestra una vez más que eres digna de tus antepasados. Mi orgullo de padre es muy grande. Te quiero y te admiro, pero la tribu te necesita. Mi salud no me permite ser como antes y sin tu apoyo no podría gobernar.
 
-Padre, cuento con la ayuda de los dioses, volveré con mi presa -dijo muy segura-o Si permitimos que el sanguinario animal continúe con sus desmanes no podremos llegar al bosquecito en busca de alimentos, y la vida aquí será imposible.
 
Fue talla resolución de la joven que el anciano tuvo que acceder. Las razones que le daba su hija eran justas y claras, y no había otra manera de librarse de enemigo tan cruel.
 
    Taca empezó con los preparativos para ponerse en viaje ese mismo día al atardecer.
A punto de partir, varios jóvenes trajeron la noticia de que los cazadores que habían ido a las selvas del norte se acercaban, que estaban a corta distancia de los toldos.
 
Fue para Taca una noticia que la llenó de placer y de esperanza. Entre los cazadores venía Ará-Ñaró, su novio, y Taca abrigó la esperanza de que él podría acompañarla para matar al jaguar. Impacientes, aguardaron la llegada de los bravos cazadores, los que se presentaron cargados de innumerables animales muer­tos, pieles y plumas, obtenidos después de tantos sacrificios y peligros.
 
La tribu los recibió con gritos de alegría y de entusiasmo. Delante de todos se hallaba el cacique y su hija Taca, rodeados por los ancianos del Consejo. El viejo Aguará saludó a los va­lientes muchachos, que se apresuraron en mostrarle las piezas más hermosas.
 
Ará-Ñará, después de agasajar al jefe, como una prueba de su gran amor, le ofreció a Taca un presente: una colección de las más vistosas y brillantes plumas de aves del paraíso, de tucán, de cisne, de garza y de flamenco. El gozo y la satisfacción se notaron en el rostro de la doncella, que con una apretada sonrisa le agradeció.
 
Después... cada uno volvió a su toldo. Aguará, Taca y Ará­Ñaró quedaron solos. El sol se había ocultado detrás de los árboles del bosque cercano. Las nubes fueron teñidas por un reflejo rojo y oro; desde lejos, se oyó el grito lastimero del urutaú.
 
En ese momento, el viejo cacique le comunicó a Ará-Ñaró el mal que amenazaba a su pueblo y la decisión de su hija. El joven guerrero no daba crédito a lo que escuchaba ¿Cómo era posible que solo un indio se hubiera atrevido a enfrentar al animal? ¿Qué clase de hombres componían la tribu si aceptaban que la peligrosa empresa la llevara a cabo una mujer?
 
    -Todos le temen al jaguar, creen que es un enviado de Añá imposible de vencer -fue la respuesta de Aguará.
Sin poder cambiar la decisión de la joven, Ará-Ñaró resolvió acompañada, y cuando la luna envió sus primeros destellos sobre la tierra, marcharon en pos del enemigo.
 
La esperanza de terminar con él los alentaba. Cuando llegaron al bosque, Ará- Ñ aró aconsejó prudencia a su compañera, pero ella, con el deseo de acabar de una vez por todas con el carnívoro, adelantándose, lo animaba:
-iYahá!... iYahá!... (iVamos! ¡Vamos!).
Cerca de un ñandubay, se detuvieron. Habían oído un rozamiento en la hierba. Supusieron que el jaguar estaba cerca. Y no se equivo­caban...
Al salir del matorral vieron dos puntos luminosos que parecían despedir fuego. Creyeron que se trataba de los ojos de la fiera, que buscaba a quienes pretendían hacerle frente. y al acercarse un poco más, lo confirmaron.
 
Ará-Ñ aró apartó a su novia y la obligó a permanecer detrás de un
añoso árbol. Casi de improviso, se le abalanzó.
Fueron momentos trágicos. ¡El hombre y la fiera luchaban por su vidas!
Ará-Ñaró era valiente, pero el jaguar contaba con demasiada fuerza salvaje.
Taca, que desde su escondite seguía con ansiedad una lucha tan desigual, se estremeció: un zarpazo desgarró el cuello del indio, al mismo tiempo que hería con su cuchillo al animal. Juntos rodaron, mancharon la tierra de sangre.
    Taca corrió hasta la bestia agonizante, que con sus últimas fuerzas la atacó en un nuevo combate.
    Todo fue en vano. En esa prueba de valientes, ninguno salió victorioso.
    Taca, Ará-Ñaró y el jaguar pagaron su heroísmo con la vida...
En la tribu intuían la muerte de los jóvenes. El viejo cacique, cuya tristeza era cada vez mayor, fue consumiéndose, hasta que Tupá, condolido de su desventura, lo mató.
 
Todos lloraron al anciano Aguará, que había sido bueno y va­liente, y de quien la tribu recibiera tantos beneficios.
 
Entonces prepararon una gran urna de barro y, después de colocar en ella el cuerpo del cacique, pusieron sus prendas y, como era cos-' tumbre, provisiones de comida y bebida. En el momento de enterrar­lo, en el lugar q.le le había servido de vivienda, una pareja de aves, hasta entonces desconocidas, apareció gritando: iYahá!... iYahá!...
 
    Taca y Ará- Ñ aró, convertidos en aves por Tupá, volvían a la tribu de sus hermanos.
 
Justamente ellos los habían librado del feroz enemigo y, desde ese momento, serían sus eternos guardianes, encargados de vigilar y avisar cuando vieran acercarse algún peligro.
 
Por eso, el chajá, como lo llamamos ahora, sigue cumpliendo el designio que le impusiera Tupá, y cuando advierte algo extraño, levanta el vuelo y da el grito de alerta: iYahá!... iYahá!...


No hay comentarios:

Publicar un comentario