LA                      VIEJA DIABLA                     
                                          Ocurrió que dos pequeños hermanos, una niña y un varón,                      fueron enviados por sus padres a buscar leña. Avanzaban                      alegres mientras recolectaban troncos y ramas para el hogar.                      De repente, visualizaron a lo lejos un cúmulo blanco.                      Pensaron que se trataba de leña, pero al acercarse se                      desilusionaron frente a un montón de huesos de caballo.
                                          Los hermanos continuaron la tarea por el camino. Nuevamente                      se abalanzaron hacia un conjunto blanco, pero tristes                      descubrieron que se trataba de cañas de bambú. Siguieron                      buscando hasta que cayó la noche. Sentían miedo y frío,                      hasta dudaron de su propia capacidad para retornar al hogar:                      estaban perdidos.
                                                               Avanzaron hasta la luz que provenía de una cueva. -Hola                      -dijo una anciana-  ¿A qué debo su visita?
                                                               Los niños le relataron lo sucedido, le confesaron que tenían                      temor, hambre y frío, y le rogaron que los albergara por esa                      noche.
                                                               La anciana aceptó y les ofreció papas y carne asada, pero                      les sirvió piedras y pulpa de sapo. Ubicó al niño en un                      rincón para dormir y ella permaneció junto a la niña rolliza                      y sonrosada.
                                                               Al día siguiente, el niño buscó, sin éxito, a su hermana. La                      vieja le contó que había ido hasta el pozo para traer agua.                      Le alcanzó una calabaza y le pidió que también fuera allí.
                                                               Al llegar, encontró, en vez de su hemana, a un pequeño sapo,                      que le dijo:
                                                               -Eso no es una calabaza, es su cabeza. Es la calavera de tu                      hermana donde llevas el agua. La vieja se la comió durante                      la noche. Croac, croac, croac. La anciana es bruja, diablo y                      duende; no regreses a su cueva.
                                                               A lo lejos se acercaba la vieja bruja, insaciable, con más                      hambre de niño. Asustado, logró llegar a su casa y contó                      todo. Sus padres decidieron ir por la pequeña hermana.
                                                               Ni vieja, ni cueva, ni hermana pudieron encontrar.
 EL                      PODER DE AMARÚ
                                          Dicen que en aquel tiempo hubo una sequía tan                      grande que murieron las plantas y desaparecieron hasta los                      líquenes y musgos bajo la fuerza del sol implacable. Al                      perecer los árboles, la tierra sin sombra se resquebrajaba                      provocando grietas profundas. Cuentan que hasta la flor de                      qantu, que se encuentra en los terrenos más áridos, sintió                      secarse sus pétalos. El último capullo que quedaba aferrado                      a la vida, no se animaba a abrirse por miedo a calcinarse en                      medio de tanta sequía y calor. Sin embargo no podía quedar                      cerrado mucho más tiempo, moriría sin nacer.
                                          Así, con toda su pequeña fuerza de capullo                      pidió por su vida... y algo muy extraño sucedió: a medida                      que se abría, sus pétalos fueron transformándose en alas.                      Entonces, feliz y agitando todo su cuerpecito se desprendió                      de la planta calcinada convertido en colibrí.
                                          Voló hacia la cordillera y llegó agotado                      hasta la laguna de Wacracocha. Sintió que sus alas ya no le                      respondían: si se detenía a beber, se ahogaría. Con un                      esfuerzo que excedía su pequeño cuerpo, siguió volando hacia                      la cumbre del Waitapallana. Tenía que cumplir con su                      objetivo, sino ¿de qué serviría el milagro de estar vivo?                      Finalmente, se posó agotado en la cima helada por el viento,                      y con su último hálito suplicó ternura y piedad al padre                      Waitapallana, para que salvara a la tierra que desaparecería                      a causa de la sequía.
                                                               Después de su acto heroico, el colibrí murió.
                                                               Waitapallana se sintió sumamente apenado al                      observar el paisaje devastado, la esterilidad de la                      tierra... Pero aún se percibía el aroma de la flor de qantu,                      de la última flor. Él amaba a estas flores que solían                      engalanar su vestimenta y su fiesta. Sufrió tanto al darse                      cuenta de que el final estaba cerca que dos lágrimas de dura                      roca resbalaron hasta la superficie de Wacracocha y, ante la                      conmndencia de tremenda congoja, las aguas se abrieron e                      hicieron temblar al mundo.
                                                               Pero no terminó allí el movimiento que asustó                      a todo ser que todavía quedaba vivo: el estruendo y las                      lágrimas de Waitapallana llegaron al fondo de la laguna y                      despertaron al amarú, que amodorrado descansaba enroscado a                      los pies de la cordillera con la cabeza apoyada en los                      bordes del espejo de agua. Todavía sin entender, comenzó a                      desperezarse mientras la tierra se movía violentamente. La                      laguna, agitada, dejó ver entre la espuma su cabeza de llama                      con ojos cristalinos y hocico rojizo, su cuerpo de serpiente                      alada y su cola de pez.
                                                               Totalmente despierta y furiosa por haber sido                      molestada, la serpiente se elevó en el aire opacando al sol                      con las llamas de ira que irradiaba su mirada.
                                                               ¿Qué hacer? ¿Cómo defenderse de tan terrible                      amenaza? Miles de valientes guerreros con corazas y espuelas                      aparecieron como por arte de magia y se lanzaron a                      combatida. Así, la lucha fue desigual... el poder del amarú                      resultaba indescriptible: del hocico surgió una niebla                      espesa que fue a parar a los cerros, por los estrepitosos y                      violentos movimientos de sus alas comenzó a caer una lluvia                      en torrentes, de su cola de pez se desprendió el granizo y                      de los reflejos dorados de las bellas escamas nació el arco                      iris. Los guerreros perecían en "lUl acto tan heroico como                      el del colibrí: una cadena necesaria de acontecimientos. Sus                      muertes no eran en vano.
                                                               Así renació la vida cuando ya parecía                      extinguida, reverdeció la tierra y se llenaron de agua clara                      los puquíos. El amarú, satisfecho, descansó.
                                                               Los quechuas lo saben, todo está escrito en                      las escamas del amarú, las vidas, las cosas, las historias,                      las realidades y los sueños; es por eso que la serpiente                      alada siempre sabe lo que hace.
LAS                      TERMAS DE CACHEUTA                     
                                          Esto pasó en el año 1532. Se cuenta que un                      chasqui llegó a las tierras de Cacheuta, poderoso cacique                      que dominaba las tierras de la actual Mendoza y los valles                      aledaños. El joven emisario no traía buenas nuevas: el gran                      Atahualpa, el señor inca, heredero del Inti, había sido                      tomado prisionero y los pueblos hermanos pedían ayuda.
                                                               Cacheuta era un cacique guerrero sumamente                      solidario y no escatimó esfuerzos para organizar la campaña                      de liberación del señor de todos los quechuas. Exigió                      colaboración a sus súbditos y unos días después ya estaba                      todo preparado: un grupo de llamas esperaba cargado con                      petacas de cuero repletas de objetos de oro y plata. Los                      hombres, listos para emprender el viaje de rescate.
                                                               La expedición partió. El plan era sencillo:                      el oro y la plata negociarían la libertad del soberano de                      los quechuas. Pero el camino, con senderos angostos y                      peligrosos, no era tan sencillo. Los vericuetos de la                      montaña, que en un principio resultaron nefastos, sirvieron                      de reparo ante un posible ataque, al distinguir a lo lejos                      un puñado de gente armada que no resultaba amiga.
                                                               Resguardados tras un recodo los indígenas se                      pusieron en guardia y, por las dudas, escondieron                      rápidamente los tesoros en una grieta del cerro.
                                                               El grupo que de lejos parecía pequeño no lo                      era tanto, y el encuentro fue sangriento. Cacheuta murió,                      sus vasallos fueron valerosos, pero los otros los superaban                      en número y en armamentos: los dominaron.
                                                               Sin embargo, no pudieron los vencedores                      sacarles una palabra sobre lo escondido en la montaña. Pero                      como estaban en el lugar adecuado y la tierra que tapaba la                      grieta se notaba recién trabajada, llegaron al sitio del                      tesoro y se dispusieron a sustraerlo.
                                                               Entonces algo pasó: chorros de agua hirviendo                      surgieron de entre las piedras quemando a los traidores.                      Murieron en el acto, allí, al Iado de las codiciadas                      riquezas.
                                                               Cacheuta también falleció, pero su espíritu                      indomable fue el que hizo brotar el agua que terminó con los                      que no le permitieron cumplir su objetivo.
                                                               Para los lugareños, esas aguas son el símbolo                      de la solidaridad humana, llevan en sí la nobleza de su                      origen: la hermandad de los pueblos por su libertad. Desde                      entonces, se brindan generosas a los que acuden buscando                      alivio para sus males.
EL                      CARBUNCLO, ETERNO GUARDIÁN                     
                                          Cuenta la leyenda que los Andes aún esconden                      el tesoro que los españoles no pudieron robarles a los                      incas. Desde la cumbre del Aconcagua hasta en la última de                      las montañas está mimetizado, por nadie se dejará ver. Es                      fiel a los quechuas, que, huyendo de la tiranía, se                      dispersaron. La cordillera no tiene apuro, los espera para                      entregarles el oro y la plata que les fueron robados por los                      conquistadores.
                                                               Los dioses incas han dejado instrucciones: el                      carbunclo, obediente, espera quieto y silencioso pero con                      los ojos puestos en toda la línea del horizonte y en las                      cavernas de los abismos. Porque nunca debe cerrar los ojos,                      le han encomendado que vigile si regresan los que fueron                      humillados y masacrados por la codicia.
                                                               Cuando. un lugareño de las montañas acompaña                      a algún viajero, debe advertirle sobre la posible presencia                      del carbunclo, porque el pánico del extranjero al vislumbrar                      ese extraño resplandor que mete miedo en los huesos y en la                      lengua es tal que deben volver al rancho a tomar un brebaje                      para los nervios.
                                                               Ese resplandor, que estalla en rojos,                      amarillos y azules plateados, suele verse muy bien en noches                      sin luna. Inevitablemente los viajeros sienten interés por                      el tesoro a cargo de ese ser extraordinario. Hay quien dice                      que en  verdad el carbunclo es un quechua enmascarado por                      los dioses, que esconde en alguna cueva de la cordillera la                      fortuna deslumbrante.
                                                               Los que lo han visto aseguran que el                      carbunclo es pequeño, tiene el tamaño y la forma de una                      tortuguita y su caparazón está cubierta de piedras preciosas                      que aún desconocen los mortales. Sus huesos son de oro y                      plata y, su sangre, de fuego. Es por eso que durante las                      noches debe salir a beber agua fresca de las cascadas y                      manantiales de los cerros, para aplacar la sed que le causan                      las llamaradas de sus venas-hechas con hilo de cobre                      sagrado.
                                                               La codicia de los conquistadores no logró                      arrebatar todo. Los dioses se negaron a entregar los más                      ricos tesoros porque saben que un día servirán para devolver                      la felicidad a los descendientes de todos los indígenas que                      fueron humillados y muertos.
                                                               Dicen que el carbunclo no es de andar de día,                      cuando sale el sol se apresura a refugiarse en las grutas;                      que es muy bondadoso y puede, a simple vista, ver el alma de                      los hombres, por eso a los que tienen buen corazón les hace                      descubrir vetas de oro.
                                                               Cuenta una leyenda que una vez un                      conquistador quiso engañado y le preparó una emboscada: su                      objetivo era quitarle todo, para luego asesinado. Muy lejano                      al de la riqueza fue el destino del hombre. El carbunclo, al                      saberse amenazado, no dudó: lo fulminó con el resplandor de                      las piedras preciosas.
                                          El resultado de la codicia fue la ceguera. El                      español, ciego, mientras huía trastabilló y terminó en un                      hoyo colmado de ratas hambrientas que lo devoraron. Por eso,                      aunque nadie sepa donde vive, todos conocen su custodia,                      atento para actuar cuando sea necesario, para obsequiar o                      para castigar, según sea el caso.
                      EL                      NIÑO DUENDE
                                          Cuentan algunos que se trata de un niño que                      murió sin ser bautizado, otros dicen que es un niño malo que                      golpeó a su madre. La cuestión es que luce muy pequeño, con                      un gran sombrero, y llora com0 un bebé; aunque no sea                      exactamente eso. Una de sus manos es de hierro y la otra de                      lana. Suele estar agazapado, a la espera que aparezca alguna                      persona, entonces le pregunta con qué mano quiere ser                      golpeado. Aunque el asaltado, prudente, elija la de lana,                      algunos dicen que él no dudará en usar la de hierro.
                                          Otros, en cambio, aseguran que los que                      inocentes optan por la de lana reciben un castigo mayor                      porque es esta la que en realidad más duele.
                                          Sus ojos son malignos y sus dientes afilados                      en las puntas como agujas. Se les aparece a los                      desprevenidos a la hora de la siesta o, a veces, en mitad de                      la noche en los cañadones o quebradas. Generalmente elige                      niños de corta edad, porque los asusta más fácilmente, pero                      también golpea sin piedad a los mayores.
                                          En los Valles Calchaquíes se recuerdan dos                      extrañas historias que tienen al duende como protagonista:                      la primera habla de un arqueólogo que, de puro valiente, se                      internó en el cerro durante las horas de la siesta. Paseaba                      tranquilo cuando lo sobresaltó oír el canto de un pequeño.                      Al pararse, vio a un niño arrodillado y con la cabeza entre                      sus manos. Cuando le preguntó qué le pasaba, el niño levantó                      su maligno rostro y le mostró sus afiladísimos dientes.
                                                                           .Mientras sonreía, le dijo:
                                          - Tatita, mírame los dientes...
                                          El pobre hombre salió corriendo tan rápido                      como las piernas se lo permitieron y nunca más se lo vio por                      aquellos pagos.
                                          La otra historia cuenta que en Tafí del                      Valle, parece ser que la oportuna aparición de un lugareño                      salvó a un niño de quién sabe que encantamiento. El duende                      estaba dándole charla en un zanjón alejado, también durante                      la siesta. Por ese paraje nunca pasaba nadie y el niño                      seguramente llegó hasta allí desobedeciendo a su                       madre. Pero quiso la suene que un perro cachorro se escapara                      y su dueño que hacía rato le venía siguiendo el rastro, se                      acercara a ese zanjón desolado, cuando el duende -llamado                      por los lugareños -enano del zanjón" - huyó.
                                          Por eso los más viejos aconsejan no exponerse                      a la hora de la siesta fuera de la casa, sobre todo si se es                      aún un niño o un extranjero.
 EL                      HORNERO
                                                               Cuentan que hace muchos años un poderoso                      estanciero vivía en medio del campo. El hombre tenía una                      única hija y destinaba el mayor tiempo posible a cuidarla                      con dedicación y afecto.
                                                               La niña creció, se convirtió en una hermosa                      muchacha que inundaba de alegría la enorme estancia.
                                                               Ocurrió que un día, ante el deterioro de una                      pared de la casa, el estanciero convocó a un albañil del                      pueblo vecino conocido por sus habilidades. Pero el hombre                      estaba enfermo y envió a su hijo, a quien le había enseñado                      a realizar el trabajo.
                                                               Cuando el muchacho llegó a la casa, ansioso                      de comenzar cuanto antes, pidió al dueño que le mostrara el                      lugar del problema.
                                                               El joven se dedicaba con ahínco a su tarea,                      hasta que una mañana se encontró con la bella hija del                      estanciero. Y sucedió lo inevitable: se miraron y un soplo                      de amor los envolvió.
                                                               Los jóvenes, en un comienzo, trataron de                      disimular sus sentimientos, pero eran tan intensos que                      empezaron a ser evidentes. Cuando el padre de ella se enteró                      de la situación, se enfureció y le prohibió que volviera a                      ver al muchacho.
                                                               La pareja, haciendo oídos sordos a las                      severas advertencias del viejo estanciero, continuó su                      romance.
                                                               Entonces, el padre, al no ser obedecido se                      encegueció de odio y celos. Una tenebrosa noche sorprendió                      solo al desprevenido muchacho, lo golpeó con fuerza en la                      cabeza y, desmayado, lo arrastró hasta un lugar apartado del                      campo donde lo esperaban sus serviles peones. Lo tiraron al                      suelo, lo envolvieron con cuero mojado y lo ataron                      firmemente a cuatro estacas. Y allí quedó a la espera de la                      muerte. El plan consistía en aguardar a que el cuero                      encogiera al calor del sol comprimiendo el cuerpo del pobre                      enamorado hasta que sus huesos se quebraran. Así quedó                      estaqueado durante siete días.
                                                               Cuando el estanciero volvió con sus hombres a                      comprobar el resultado de su crueldad vio sorprendido que el                      cuero todavía estaba atado, aunque no parecía haber ningún                      cuerpo en su interior. El desalmado tomó su cuchillo y                      deshizo el envoltorio. Como por arte de magia, apareció                      entre los tientos un gracioso pájaro de color marrón rojizo:                      el hornero.
                                                               Desde entonces, este pajarito es conocido                      como un excelente albañil que construye su pintoresca casita                      con barro y ramas.